Σάββατο 13 Σεπτεμβρίου 2014

Cuento, Ima Dana/Hay días, του Αλεξ. Μιχαηλίδη



Ima Dana (Hay días),
του Αλεξανδρου Μιχαηλίδη
(alexalfarer@hotmail.com)

“Matilde no tengo argumentos suficientes y por eso no puedo convencerte...” le gritó con voz desentonada  por su agudeza. En su cara gótica el tiempo le dibujaba una nueva oportunidad. 

“Lo siento, pero hemos retrocedido...” le reprochó ella, casi mordiéndose la lengua,  intimidada ante una premura desconocida.

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Algo le faltaba a Aristóxenos para que los hechos consumados le ayudaran a disminuir esa pesadumbre que uno siente dolido porque se le priva de una información muy importante. La constante de su vida fue ante todo un compañerismo a ciegas. Ya desde un buen rato se consideraba  un soldado peregrino. Hijo de familia griega agrícola, proveniente de Veria[1], abandonó a sus estudios de Teología, a su familia y amistades concienzudamente- vistiéndose del traje del ejército serbio como voluntario en la primera línea de los acontecimientos de la Guerra civil yugoslava ¡Cuántos hijos  iban dejándose por el camino! Pero, eso no era su propio caso. 

Aristóxenos quería consumarse a toda costa, pues sí tenía un inclaudicable respeto al enemigo, sin embargo, les mataba a decenas con su metralleta. Se oponía a lo efímero y lo material hasta los sentimientos que le provocaban  gratitud  igual que  ingratitud. Dado que su tez morena, su pelo canoso y largo le daba una apariencia muy extraña, parecida al Dios de la guerra, Aris, de la mitología helénica. Sus ojos tenían un relieve de esqueletos negros siendo uno de los pocos, entre sus compañeros del batallón, que la muerte se le dió las espaldas. Toda esa actitud suya le duró hasta la batalla en Borovo Selo[2] con la desaparición misteriosa de sus cuatro compañeros en una emboscada enemiga donde su batallón quedó apartado por culpa de los morteros.   Aristóxenos y el resto de su batallón buscaron  por todas partes  hallar los cuerpos de sus cuatro compañeros, o algún signo en que ellos estuvieran vivos, o quizás capturados. Pero, ¡todo quedó en agua de borrajas! 

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Desde aquel día se había transformado en animal salvaje, decididamente militante en una persona mucho menos conflictiva  que no quería comer más que las arrebañaduras de los perros amputados por las minas. En su cráneo no se volatilizó aquel espacio de su memoria íntima, llena de corazones que palpitaban con hastío rencor.

Pero el futuro le vino como anillo al dedo, con sus rodillas menos tensas que antes. El aire en  la biblioteca de Slatovo donde estaba Aristóxenos y su amiga Matilde aquella tarde olía a humo. La lectura sí que puede ofrecer momentos brillantes pero a ambos se les había pasado por la cabeza echar una ojeada a algunos periódicos, buscando los nombres de la patrulla desaparecida en unos anuncios necrológicos de entonces. Ambos,  sin duda,  sintieron la angustia de no poder meter  los dedos en aquel caso. “Échate un vistazo a estos diarios, son croatas pero por ahí ponen un montón de nombres de fallecidos o prisioneros. Los tuyos no tenían  nombres raros, a ver, Mirko Bólevac, Dejan Sestic, Zelimir Peric, Misko Pétrovic, mmmm....”. Aristóxenos sintió amasado, y de improviso el sudor le ganó la cara. Una promiscuidad de imágenes y gritos asaltaron su cabeza como aquellos que lanzan los heridos en llanto en su  operación.

“Para qué diablos ésta vida, pues, con el tiempo quizás.....” murmuró apoyándose  la cabeza en la mesa de nogal. Estaba abatido por el cansancio y no podía distinguir nada claro, ya que las lámparas de la biblioteca no iluminaban como se debía.

“¿Cuándo empezaste a sentir atraído por la guerra en general? ¿Puede saberse?”, le soltó de improviso Matilde con una voz seria y grave, mirando en torno suyo.  “¡Uff...... Leí a Dante en la universidad helénica justo cuando no tenía razones para valorar con un rigor filosófico algunas coordenadas de difícil medida. Y no me quedaba otra, el tiempo no me valía a mí como un resultado de teorías, sino prácticas ¡Mi  guerra, me encantó y  sabes la verdad, me he ayudado a ser más útil como persona!.....”. Matilde se quedó casi asustada. Sus cincuenta años y pico, parecían haberse duplicado sobre su cara. Aristóxenos se sentía mal como si le hubieran rasgado las arterias de su corazón. Un frío terrible electrizaba sus sentidos  dentro y fuera.

Se repuso la americana en su espalda, cerró todos los diarios, se alzó prometiendo a su amiga que volvería la mañana siguiente. Ya faltaban cinco minutos para las ocho. Se saludaron los dos ante la puerta mal pintada de la salida de la biblioteca. No se besaron ni siquiera se miraron demasiado. Matilde estuvo a punto de soltarle un detallito más pero casi de instinto cambió de opinión. Era muy bien vestida de negro, pero él siguió sus pasos firmes contando  con su añoranza original que sólo esa le seducía. Matilde sentía compasión por él, pero era una compasión muy disciplinada, mientras tanto empezaron a caminar aquellos fantasmas entre cajas y libros, álbumes de fotos, diarios decolorados,  en la parte de arriba, esperando a que alguien los limpiara del polvo seco y las telarañas .El  reloj de la torre tocó las ocho. Fueron ocho toques lentos, que resonaron en el oído de Aristóxenos como si hubieran sido dados por sus mismísimos compañeros poniéndolos todos en alarma por una posible emboscada. Se sintió por primera vez algo confuso porque sí que sus conocimientos ignoraban cada filiación de su vida actual con la de su pasado remoto.

“Juré que no volvería nunca más a un hospital de amputados de guerra…” pensó con incertidumbre en la búsqueda de su retahíla, ya olvidada para la mayoría. Una escondida rabia le cegaba. Con pasos sigilosos cogió su andadura hacia el centro del pueblo empedrado.

“Tengo ganas de tomar algo caliente...” pensó. Miró a un lado con una mirada firme y persistente,  buscando una señal de vida. En el suelo bajo sus pies, crujían trozos de vidrio. Bastaría con haber encontrado una hoguera  como entonces, cuando se reunía toda la patrulla a festejar un rato después de una victoria. “Todavía, sí que quiero abrir las manos para apretarlos” pensó algo perplejo y dolido. Entró en un local justo enfrente a una iglesia en obras de reestructuración. Unas pocas siluetas vociferaban como trogloditas sus arrebatos con atenta fijeza. Un anciano le sirvió una copa  de aguardiente con un plato de queso local y avellanas. “¿Cómo te llamas, macho?” le preguntó  frunciéndose el ceño y pareciéndose a unos distinguidos personajes de Goya. “Aristóxenos...” le contestó.  Después de unos segundos silenciosos, se oyó  la misma voz intrusa como una bala en plena guerra. “Aquí, amigo, nadie se acuerda de los muertos. Tiempo nuevo, vida nueva”.  Su corazón estaba como lleno de agujas. “Sólo los cínicos sostienen que la vida pudiera convertirse víctima del olvido. No me lo puedo creer!” pensó, y una vez más le atrapó aquella extraña sensación de irrealismo . Una cosa se sigue a otra. Le pedí que le llevara una copa  más  del mismo líquido. Se la llevó y se la bebió  a palo seco.

Aristóxenos se fue muy lejos con la memoria y luego se le cayeron las lágrimas  quizás por primera vez en su vida. Lloraba sentado en la penumbra del local. En sus ojos vidriosos se reflejaban los vaivenes de las cuatro estaciones una u otra vez. Unos años allí, otros aquí .  Se quedó clavado en su sitio  unas dos horas hasta que se viese encendido como cuando penetra un rayo del sol en  la nube de una tormenta, ya acabada. “Nunca, me ha pasado una cosa así... ¡Hostia!” mientras con su mano se tapaba la boca. Ya le faltaba la saliva. Aquella persona anciana tenía una fuerza increíble que venía quizás de la tranquilidad de la conciencia, y que él mismísimo  no pudo experimentarla. Estaba arrepentido y triste saliendo del local, dirigiéndose a su refugio hotelero y durmió como un  bendito.

El día siguiente llegó tarde a la biblioteca. Matilde estaba allí, ya que no pudo ausentarse, llevaba el pelo recogido, una camisa negra de algodón, los pómulos tensos y la sonrisa de una estudiante recién matriculada. 

“Buenos días, ¿qué tal con tu panoplia?” le reprochó inexplicablemente suscitada. 

“Ni lo sueñes, ya se acabó. Pues hasta ahí hemos podido llegar. No voy a continuar la búsqueda. Sabes, eso es mi veredicto final.”

“Entonces Aristóxenos debe de creerse que no tiene otra deuda pendiente en persona”. Otro silencio y luego, una sonrisa, modesta pero toda suya. “¡Para qué diablos ésta vida....Ya no hay para más!” se dijo Aristóxenos  con una cara completamente nueva y fosforescente.

“Pues sí, estoy completamente  en ello” pensó mirando con su rostro hacia arriba hacia aquel cielo de otoño donde los pájaros migratorios tras unos indescriptibles códigos de vuelo empezaban su enésima travesía hacia el sur.

“La destreza  en carne y hueso! ¿Νo lo crees Matilde?„.




[1] Ciudad capital de la Comunidad helénica de Hemathía.
[2] Borovo Selo fue el propio escenario de las primeras escaramuzas militares en octubre de 1991 entre ambos lados.

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