Ima Dana (Hay días),
του Αλεξανδρου Μιχαηλίδη
(alexalfarer@hotmail.com)
“Matilde no tengo argumentos suficientes y por eso no
puedo convencerte...” le gritó con voz desentonada por su agudeza. En su cara gótica el tiempo le
dibujaba una nueva oportunidad.
“Lo siento, pero hemos retrocedido...” le reprochó ella,
casi mordiéndose la lengua, intimidada
ante una premura desconocida.
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Algo le faltaba a Aristóxenos para que los hechos
consumados le ayudaran a disminuir esa pesadumbre que uno siente dolido porque
se le priva de una información muy importante. La constante de su vida fue ante
todo un compañerismo a ciegas. Ya desde un buen rato se consideraba un soldado peregrino. Hijo de familia griega
agrícola, proveniente de Veria[1], abandonó a sus estudios
de Teología, a su familia y amistades –concienzudamente- vistiéndose del traje del ejército
serbio como voluntario en la primera línea de los acontecimientos de la Guerra
civil yugoslava ¡Cuántos hijos iban
dejándose por el camino! Pero, eso no era su propio caso.
Aristóxenos quería consumarse a toda costa, pues sí tenía
un inclaudicable respeto al enemigo, sin embargo, les mataba a decenas con su
metralleta. Se oponía a lo efímero y lo material hasta los sentimientos que le
provocaban gratitud igual que
ingratitud. Dado que su tez morena, su pelo canoso y largo le daba una
apariencia muy extraña, parecida al
Dios de la guerra, Aris, de la mitología helénica. Sus ojos
tenían un relieve de esqueletos negros siendo uno de los pocos, entre sus
compañeros del batallón, que la muerte se le dió las espaldas. Toda esa actitud
suya le duró hasta la batalla en Borovo Selo[2] con la desaparición
misteriosa de sus cuatro compañeros en una emboscada enemiga donde su batallón
quedó apartado por culpa de los morteros.
Aristóxenos y el resto de su
batallón buscaron por todas partes hallar los cuerpos de sus cuatro compañeros, o
algún signo en que ellos estuvieran vivos, o quizás capturados. Pero, ¡todo quedó en agua de borrajas!
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Desde aquel día se había transformado en animal salvaje, decididamente
militante en una persona mucho menos conflictiva que no quería comer más que las arrebañaduras
de los perros amputados por las minas. En su cráneo no se volatilizó aquel
espacio de su memoria íntima, llena de corazones que palpitaban con hastío
rencor.
Pero el futuro le vino como anillo al dedo, con sus
rodillas menos tensas que antes. El aire en la biblioteca de Slatovo donde estaba
Aristóxenos y su amiga Matilde aquella tarde olía a humo. La lectura sí que
puede ofrecer momentos brillantes pero a ambos se les había pasado por la
cabeza echar una ojeada a algunos periódicos, buscando los nombres de la
patrulla desaparecida en unos anuncios necrológicos de entonces. Ambos, sin duda, sintieron la angustia de no poder meter los dedos en aquel caso. “Échate un vistazo a
estos diarios, son croatas pero por ahí ponen un montón de nombres de
fallecidos o prisioneros. Los tuyos no tenían
nombres raros, a ver, Mirko Bólevac, Dejan Sestic, Zelimir Peric, Misko
Pétrovic, mmmm....”. Aristóxenos sintió amasado, y de improviso el sudor le ganó la cara. Una promiscuidad de
imágenes y gritos asaltaron su cabeza como aquellos que lanzan los heridos en
llanto en su operación.
“Para qué diablos ésta vida, pues, con el tiempo quizás.....” murmuró apoyándose la cabeza en la mesa de nogal. Estaba abatido
por el cansancio y no podía distinguir nada claro, ya que las lámparas de la
biblioteca no iluminaban como se debía.
“¿Cuándo empezaste a sentir atraído por la guerra en
general? ¿Puede saberse?”, le soltó de improviso Matilde con una voz seria y
grave, mirando en torno suyo. “¡Uff...... Leí a Dante en la universidad
helénica justo cuando no tenía razones para valorar con un rigor filosófico
algunas coordenadas de difícil medida. Y no me quedaba otra, el tiempo no me
valía a mí como un resultado de teorías,
sino prácticas ¡Mi guerra, me encantó y sabes
la verdad, me he ayudado a ser más útil como persona!.....”. Matilde se quedó
casi asustada. Sus cincuenta años y pico, parecían haberse duplicado sobre su
cara. Aristóxenos se sentía mal como si le hubieran rasgado las arterias de su
corazón. Un frío terrible electrizaba sus sentidos dentro y fuera.
Se repuso la americana en su espalda, cerró todos los
diarios, se alzó prometiendo a su amiga que volvería la mañana siguiente. Ya
faltaban cinco minutos para las ocho. Se saludaron los dos ante la puerta mal
pintada de la salida de la biblioteca. No se besaron ni siquiera se miraron
demasiado. Matilde estuvo a punto de soltarle un detallito más pero casi de
instinto cambió de opinión. Era muy bien vestida de negro, pero él siguió sus
pasos firmes contando con su añoranza
original que sólo esa le seducía. Matilde sentía compasión por él, pero era una
compasión muy disciplinada, mientras tanto empezaron a caminar aquellos
fantasmas entre cajas y libros, álbumes de fotos, diarios decolorados, en la parte de arriba, esperando a que alguien los limpiara del polvo seco y las
telarañas .El reloj de la torre tocó las
ocho. Fueron ocho toques lentos, que resonaron en el oído de Aristóxenos como
si hubieran sido dados por sus mismísimos compañeros poniéndolos todos en
alarma por una posible emboscada. Se sintió por primera vez algo confuso porque
sí que sus conocimientos ignoraban cada filiación de su vida actual con la de
su pasado remoto.
“Juré que no volvería nunca más a un hospital de
amputados de guerra…” pensó con incertidumbre en la búsqueda de su retahíla, ya
olvidada para la mayoría. Una escondida rabia le cegaba. Con pasos sigilosos
cogió su andadura hacia el centro del pueblo empedrado.
“Tengo ganas de tomar algo caliente...” pensó. Miró a un
lado con una mirada firme y persistente, buscando una señal de vida. En el suelo bajo
sus pies, crujían trozos de vidrio. Bastaría con haber encontrado una hoguera como entonces, cuando se reunía toda la
patrulla a festejar un rato después de una victoria. “Todavía, sí que quiero
abrir las manos para apretarlos” pensó algo perplejo y dolido. Entró en un
local justo enfrente a una iglesia en obras de reestructuración. Unas pocas
siluetas vociferaban como trogloditas sus arrebatos con atenta fijeza. Un anciano
le sirvió una copa de aguardiente con un
plato de queso local y avellanas. “¿Cómo te llamas, macho?” le preguntó frunciéndose el ceño y pareciéndose a unos
distinguidos personajes de Goya. “Aristóxenos...” le contestó. Después de unos segundos silenciosos, se oyó la misma voz intrusa como una bala en plena
guerra. “Aquí, amigo, nadie se acuerda de los muertos. Tiempo
nuevo, vida nueva”. Su corazón estaba
como lleno de agujas. “Sólo los cínicos sostienen que la vida pudiera
convertirse víctima del olvido. No me lo puedo creer!” pensó, y una vez más le
atrapó aquella extraña sensación de irrealismo . Una cosa se sigue a otra. Le
pedí que le llevara una copa más del mismo líquido. Se la llevó y se la bebió a palo seco.
Aristóxenos se fue muy lejos con la memoria y luego se le
cayeron las lágrimas quizás por primera
vez en su vida. Lloraba sentado en la penumbra del local. En sus ojos vidriosos
se reflejaban los vaivenes de las cuatro estaciones una u otra vez. Unos años
allí, otros aquí . Se quedó clavado en
su sitio unas dos horas hasta que se
viese encendido como cuando penetra un rayo del sol en la nube de una tormenta, ya acabada. “Nunca, me
ha pasado una cosa así... ¡Hostia!” mientras con su mano se tapaba la boca. Ya
le faltaba la saliva. Aquella persona anciana tenía una fuerza increíble que
venía quizás de la tranquilidad de la conciencia, y que él mismísimo no pudo experimentarla. Estaba arrepentido y
triste saliendo del local, dirigiéndose a su refugio hotelero y durmió como un bendito.
El día siguiente llegó tarde a la biblioteca. Matilde
estaba allí, ya que no pudo ausentarse, llevaba el pelo recogido, una camisa
negra de algodón, los pómulos tensos y la sonrisa de una estudiante recién
matriculada.
“Buenos días, ¿qué tal con tu panoplia?” le reprochó
inexplicablemente suscitada.
“Ni lo sueñes, ya se acabó. Pues hasta ahí hemos podido
llegar. No voy a continuar la búsqueda. Sabes, eso es mi veredicto final.”
“Entonces Aristóxenos debe de creerse que no tiene otra
deuda pendiente en persona”. Otro silencio y luego, una sonrisa, modesta pero
toda suya. “¡Para qué diablos ésta vida....Ya no hay para más!” se dijo
Aristóxenos con una cara completamente nueva
y fosforescente.
“Pues sí, estoy completamente en ello” pensó mirando con su rostro hacia
arriba hacia aquel cielo de otoño donde los pájaros migratorios tras unos
indescriptibles códigos de vuelo empezaban su enésima travesía hacia el sur.
“La destreza en carne y hueso! ¿Νo lo crees Matilde?„.
[1] Ciudad capital de la Comunidad
helénica de Hemathía.
[2] Borovo Selo fue el propio escenario
de las primeras escaramuzas militares en octubre de 1991 entre ambos lados.
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